En estos días de calor agobiante, cuando llegamos a casa abrimos la refrigeradora con hambre y encontramos lo mismo de siempre, algún resto de comida, un par de tomates, un poco de agua, algún aguacate y unos pocos embutidos encerrados en sus fundas. No hay muchas sorpresas, pero igual buscamos con fe, por si de pronto algo inesperado ocurre. Escogemos el que parece ser el mejor aguacate. Solo cuando los abrimos descubrimos la verdad: algunos están duros como piedra, otros pasados de maduros y el que parece bueno tiene un sabor amargo… Parece el retrato de las elecciones próximas. Y, sin embargo, la esperanza de millones de ecuatorianos volverá a depositarse en esa elección, como si el futuro dependiera únicamente de ese acto.

Casi todos iremos a votar con fe en que un futuro mejor puede ser posible, o por lo menos el menos malo.

Pero también sabemos que el próximo presidente o presidenta tendrá un poder relativo: hay muchos poderes ocultos, y hay realidades que solo pueden cambiar si se realizan en conjunto con otros países, No habrá milagros. No habrá una varita mágica ni decreto que nos devuelva la seguridad perdida, ni la economía quebrada, ni podrán acabar con la desnutrición que aqueja sobre todo a la población infantil, ni con los desplazamientos internos fruto de inseguridad colectiva, ni la educación mejorará en un mes. Tampoco habrá un líder capaz de hacerlo solo.

Paz institucional y calma social

La verdad es que Ecuador se sostiene por las pequeñas victorias cotidianas, esas que no aparecen en los discursos de campaña ni en los titulares de los noticiarios. Está en los que siguen empujando el país para que no se hunda.

Está en la maestra y el profesor que siguen enseñando, aunque le paguen tarde; en los trabajadores que le deben más de 12 meses de sueldo; en el agricultor que madruga para llevar comida a una ciudad que apenas lo mira; en la madre que, pese a la incertidumbre, sigue apostando por un futuro mejor para sus hijos. En los padres que acompañan a sus hijos a la escuela, deslumbrantes de limpieza y con peinados relucientes. También en el joven que elige no rendirse ante el miedo y la incertidumbre de un futuro sin horizontes, en la comunidad que se organiza para tapar los huecos que el contratista deja en las calles mal pavimentadas, o limpiar los canales de agua, las zanjas, los esteros, que siembra árboles donde los incendios arrasaron. Está en quienes, a pesar de todo, siguen construyendo el bien común, esa idea que el afán de competencia feroz ha vuelto casi ridícula en un mundo donde importa más ser el primero, el más rico, el más viral.

El nudo gordiano

No romantizamos la resistencia cotidiana, a veces imperceptible, sino que reconocemos que, aunque el país esté roto, hay quienes todos los días sostienen sus fragmentos. Y que el verdadero cambio no llega solo con una papeleta en la urna, sino con la decisión de no abandonar lo que aún nos une.

Este 9 de febrero elegiremos a alguien para gobernar, sí. Pero lo que hagamos el 10, el 11 y cada día después de las elecciones será igual de importante. Porque el país no se repara solo con promesas ni con discursos. Se repara con cada acto, con cada decisión, con cada pequeño gesto que impide que el quiebre sea definitivo. (O)



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