Una fila de policías corta el paso sobre el puente del río Goascorán, que sirve como frontera entre El Salvador y Honduras.
Es jueves y pocos minutos pasan de las 6:00 de la mañana. Los agentes custodian los movimientos de un centenar de hondureños, campesinos y agricultores en su mayoría, que aún cubiertos con frazadas y pedazos de plástico, luchan con el frío y la lluvia.
Algunos tiemblan, todos tienen hambre. «No traigan cámaras, traigan comida», grita una mujer a la distancia.
Los hondureños intentan cruzar la frontera desde el miércoles. Son parte de las caravanas de migrantes que partieron esta semana del país centroamericano con la intención de llegar a Estados Unidos.
Son quienes desataron la ira del presidente Donald Trump, quien amenazó con interrumpir las ayudas económicas a Honduras, Guatemala y El Salvador si permitían que sus ciudadanos viajaran «con la intención de entrar a EE.UU. de manera ilegal».
Grupos similares atraviesan Guatemala y México, en algunos casos son acompañados por la policía y refugiados en albergues locales.
En El Amatillo la historia es otra: tirados sobre el asfalto del puente, los migrantes hondureños se mueven con cierta parsimonia, como arropándose con el poco calor de los primeros rayos del sol.
Entre aquellos bultos dormidos sobre la carretera, el pequeño Ángel David Cobán, de 12 años, juega y se ríe. Se para frente a los policías, que le doblan la estatura, y parece como si les hiciera frente al tiempo que entona una melodía:
«Yo me voy de mi país, aquí no quiero vivir, porque si me quedo aquí, de hambre voy a morir». Son versos de «JOH, pa’ fuera que vas», una canción del hondureño Macario Mejía que es todo un himno entre los detractores del presidente del país, Juan Orlando Hernández.
«Sufrimos demasiado»
La madre de David, Leslie Cobán, lo vigila a la distancia. Sentada junto a otras madres, ninguna aparta la vista de sus hijos mientras juegan. Todas, también, comparten sus razones para aventurarse en esta travesía: coinciden en una vida mejor y en el ansiado sueño americano.
Como ella, los integrantes de la caravana aseguran vivir una situación desesperada en su país. Dicen que huyen de la pobreza y de la violencia que azota Honduras por el asedio de las pandillas.
«Sufrimos demasiado (en Honduras) para ganar solo 100 pesos al día», comenta Félix Moreno, una de las mujeres junto a Leslie. «El camino es largo y apenas vamos comenzando», agrega.
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«Con lo que gano solo me alcanza para la leche del niño y no para la comida», expresa Paola, sentada al otro lado de Leslie, mientras carga a Mauricio, su hijo de apenas un año de edad.
«Mi niña me pide que me regrese», agrega Félix y su hija de 12 años juega con la mano del pequeño. Mauricio solo ríe.
FUENTE: EL UNIVERSO
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